Había bebido su fe en cada sorbo de aguardiente. Los ojos le brillaban, sucumbían ante la belleza bicolor, giraba sin dejar de mirarla, se tambaleaba y seguía alelado en su flameo. Cuando se cansaba, cedía el honor a su compañero, quien cogía la bandera sin abandonar de su mano derecha el elixir que lo mantenía despierto, por ahora. Una botella bolonga contenía el precioso líquido que se repartía de boca en boca en nombre del santo, San Bartolomé.
La comunidad ayacuchana se había reunido en un punto, para mí, muy alejado... cuando bajé de la 31, habrían pasado alrededor de 20 minutos desde que vi los Pantanos de Villa, y en éste, una pelota se paseaba entre los pequeños pies de unos chiquillos, gran revoloteo en oposición a una figura estática, que no iba acorde con el panorama, era la olvidada fábrica Luchetti. Cuando llegué, aquel 19 de agosto, el ambiente parecía algo apagado, solo cuatro días desde el terremoto que asoló el sur, no se veía como un día propicio.
El santo miraba, frente al estrado, lo que a su alrededor se gestaba, como un espectáculo donde él era el privilegiado, pero para que no esté solito, la virgen le acompañaba. Y, de vez en cuando, iban hacia él fieles a tocar su manto de yeso, persignarse, prenderle una velita, en fin, agradecerle el milagro. Eran casi las tres de la tarde y llegó el ticket a mis manos, a cada asistente le era brindado ese boletito en hoja bulky para que exija su almuerzo. La carapulcra amilanó el vacío y como no hay primera sin segunda, más allacito, otras pailas me hacían ojitos, otro ticket más, guiso de carne, por favor.
Si bien el cuarteto de cuerdas no escoltaba mis bocados, un arpa de cóndores pintados y vistosas formas geométricas revelaba sus sonidos y era como sentir a un David reencarnado en un alma andina. A su costado, Edgardo se concentraba en su violín, el arco repasaba cada nota en sus cuerdas como un dulce llamado al huaynito. Dos hombres más con ponchos rojo y verde, inflaban sus cachetes y se ponían colorados de esfuerzo, los wak’rapuku demandan energía para poder elevar sus músicas al viento, son como trompetas del cuerno de un toro.
El local era grande, había espacio suficiente para ser cochera, salón de baile y para la función honrosa, el coso, sí, un coso en el que algunos niños jugueteaban mientras aún no venían las bestias donadas por familias que ahora no recuerdo. El símbolo patrio seguía oleándose y la chicha, el calientito, el aguardiente se repartía en botellitas personales para mayor disfrute. Una exposición cultural con fotos a blanco y negro, unos papeles firmados, exhibían una obra de ingeniería destruida por los Apus.
Las dieciocho horas, algunos ya se habían situado en las graderías cuando el anfitrión llamaba a través del micrófono a las gentes para que ocupen un buen lugar antes de que inicie el show. Poco a poco se fue poblando el coso y se hacían grupos para compartir una caja de cerveza, un solo vaso cada diez, ¡Salud! ¡Salud!. Se llamó al Jilguero para que cante dos canciones en quechua, que zapatee fuerte, aplausos, aplausos, algunos gritaban otro, otro. La Reyna se hizo presente, con pollera azul y blusa celeste, deleitó a un público que ya empezaba a sentir los estragos del licor. Dos cantantes más y ¡qué se alisten los caballos!.
Marinera. Su pequeñez recorrió con profesionalismo el suelo sin pavimento del coso, la niña, vestida de blanco y negro con un tocado en la cabeza, lució su baile, que de ayacuchano no tiene mucho, pero era parte del espectáculo. El caballo de paso brincó elegante mientras otra pareja bailaba la misma danza. La marinera se robó miles de aplausos, aunque más, el caballo.
Llegaron los toros en un camión y los valientes toreros se disponían alrededor del coso, dispuestos a la muerte, en realidad no, no hubo sangre, pero sí buenas corneadas. Como siempre, los primeros ejemplares son los menos salvajes, sirvieron para calentar el ambiente, pero unos grititos de terror, igual, se colaron por ahí. A la vez que la Reyna María Guerra repartía su volante entre los expectantes. ¡Ole! ¡Ole! ¡Ole!... empezaban algunos acercamientos peligrosos y el rojo vibraba entre los cuernos que ahora se incrustaban en unas piernas inexpertas. Luego vino un casamiento, en medio de la bravura de un toro negrísimo que rascaba en la tierra antes de correr hacia sus víctimas.
Picarones y anticuchos recién hechos se vendían, el tiempo había pasado y los estómagos reclamaban nuevos manjares, para refrescarlos, más tarde que temprano, cervecita rica y heladita. No se hizo esperar el baile, muchos demostraron no haber olvidado los pasitos de un buen huayno, y entre desconocidos se juntaban a hacer una ronda, la edad no importaba. Yo, de pronto, me vi dando vueltitas con una señora que rebasaba los 60 y unos niños que no pasaban de los 10. Yo, bailando, sudando la gota gorda de un mix interminable, sintiendo los ojos de San Bartolomé.
La comunidad ayacuchana se había reunido en un punto, para mí, muy alejado... cuando bajé de la 31, habrían pasado alrededor de 20 minutos desde que vi los Pantanos de Villa, y en éste, una pelota se paseaba entre los pequeños pies de unos chiquillos, gran revoloteo en oposición a una figura estática, que no iba acorde con el panorama, era la olvidada fábrica Luchetti. Cuando llegué, aquel 19 de agosto, el ambiente parecía algo apagado, solo cuatro días desde el terremoto que asoló el sur, no se veía como un día propicio.
El santo miraba, frente al estrado, lo que a su alrededor se gestaba, como un espectáculo donde él era el privilegiado, pero para que no esté solito, la virgen le acompañaba. Y, de vez en cuando, iban hacia él fieles a tocar su manto de yeso, persignarse, prenderle una velita, en fin, agradecerle el milagro. Eran casi las tres de la tarde y llegó el ticket a mis manos, a cada asistente le era brindado ese boletito en hoja bulky para que exija su almuerzo. La carapulcra amilanó el vacío y como no hay primera sin segunda, más allacito, otras pailas me hacían ojitos, otro ticket más, guiso de carne, por favor.
Si bien el cuarteto de cuerdas no escoltaba mis bocados, un arpa de cóndores pintados y vistosas formas geométricas revelaba sus sonidos y era como sentir a un David reencarnado en un alma andina. A su costado, Edgardo se concentraba en su violín, el arco repasaba cada nota en sus cuerdas como un dulce llamado al huaynito. Dos hombres más con ponchos rojo y verde, inflaban sus cachetes y se ponían colorados de esfuerzo, los wak’rapuku demandan energía para poder elevar sus músicas al viento, son como trompetas del cuerno de un toro.
El local era grande, había espacio suficiente para ser cochera, salón de baile y para la función honrosa, el coso, sí, un coso en el que algunos niños jugueteaban mientras aún no venían las bestias donadas por familias que ahora no recuerdo. El símbolo patrio seguía oleándose y la chicha, el calientito, el aguardiente se repartía en botellitas personales para mayor disfrute. Una exposición cultural con fotos a blanco y negro, unos papeles firmados, exhibían una obra de ingeniería destruida por los Apus.
Las dieciocho horas, algunos ya se habían situado en las graderías cuando el anfitrión llamaba a través del micrófono a las gentes para que ocupen un buen lugar antes de que inicie el show. Poco a poco se fue poblando el coso y se hacían grupos para compartir una caja de cerveza, un solo vaso cada diez, ¡Salud! ¡Salud!. Se llamó al Jilguero para que cante dos canciones en quechua, que zapatee fuerte, aplausos, aplausos, algunos gritaban otro, otro. La Reyna se hizo presente, con pollera azul y blusa celeste, deleitó a un público que ya empezaba a sentir los estragos del licor. Dos cantantes más y ¡qué se alisten los caballos!.
Marinera. Su pequeñez recorrió con profesionalismo el suelo sin pavimento del coso, la niña, vestida de blanco y negro con un tocado en la cabeza, lució su baile, que de ayacuchano no tiene mucho, pero era parte del espectáculo. El caballo de paso brincó elegante mientras otra pareja bailaba la misma danza. La marinera se robó miles de aplausos, aunque más, el caballo.
Llegaron los toros en un camión y los valientes toreros se disponían alrededor del coso, dispuestos a la muerte, en realidad no, no hubo sangre, pero sí buenas corneadas. Como siempre, los primeros ejemplares son los menos salvajes, sirvieron para calentar el ambiente, pero unos grititos de terror, igual, se colaron por ahí. A la vez que la Reyna María Guerra repartía su volante entre los expectantes. ¡Ole! ¡Ole! ¡Ole!... empezaban algunos acercamientos peligrosos y el rojo vibraba entre los cuernos que ahora se incrustaban en unas piernas inexpertas. Luego vino un casamiento, en medio de la bravura de un toro negrísimo que rascaba en la tierra antes de correr hacia sus víctimas.
Picarones y anticuchos recién hechos se vendían, el tiempo había pasado y los estómagos reclamaban nuevos manjares, para refrescarlos, más tarde que temprano, cervecita rica y heladita. No se hizo esperar el baile, muchos demostraron no haber olvidado los pasitos de un buen huayno, y entre desconocidos se juntaban a hacer una ronda, la edad no importaba. Yo, de pronto, me vi dando vueltitas con una señora que rebasaba los 60 y unos niños que no pasaban de los 10. Yo, bailando, sudando la gota gorda de un mix interminable, sintiendo los ojos de San Bartolomé.